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Maixabel (2021) o el trabajo de las heridas

De entre todas las imágenes —singularmente rostros y miradas— de Maixabel destacan un par de planos con el personaje de la protagonista en el centro de la pantalla. En uno de ellos, la playa vacía, invernal y serena, es el espacio en el que entra en cuadro Maixabel caminando apesadumbrada y seguida de dos escoltas: con menos elementos no se puede reflejar mejor la soledad de esta mujer a cuyo marido ETA ha asesinado y, con ello, ha hundido su existencia.

La otra toma, al final de la película, es cuando el montaje une en plano / contraplano a la Maixabel de ficción (Blanca Portillo) con la Maixabel real. Esta suerte de espejo ratifica y explicita, removiendo la conciencia del espectador, la condición de “filme basado en hechos reales” de la que un rótulo inicial nos había advertido. No hay personaje porque detrás hay una persona, que es tanto como decir que no podemos sustraernos a la realidad individual, social, política, histórica que nos ha tocado vivir.

Diez años después de que ETA dejara de asesinar pero cuando aún se hacen homenajes a los verdugos y se les considera héroes que han luchado por “la liberación del pueblo vasco”, Maixabel es una propuesta más que oportuna al plantear con una fuerza y convicción inusitadas la pregunta sobre las heridas dejadas por el terrorismo. Como se sabe, Maixabel Lasa es la viuda de Juan Mari Jáuregui, militante socialista, gobernador civil y luchador por los derechos humanos —incluidos los de los etarras asesinados Lasa y Zabala— que, amenazado, hubo de abandonar el País Vasco y perdió la vida en un atentado en 2000, cuando visitaba a su familia. Años después, entre los presos que se han distanciado de la banda y repudian la violencia están dos de los asesinos del marido de Maixabel: Luis Carrasco e Ibón Etxezarreta. Surge la oportunidad de un encuentro entre víctima y victimarios que la película reconstruye con extraordinaria sensibilidad e inteligencia.

Maixabel llega tras una filmografía que, además de valiosas aportaciones documentales, ha dado cuenta del clima de amenazas y silencios en Todos estamos invitados (Manuel Gutiérrez Aragón, 2008), tras haber señalado la espiral mafiosa del propio nacionalismo violento en Yoyes (Helena Taberna, 2000) o mostrado las fuertes contradicciones de sentimientos en La playa de los galgos (Mario Camus, 2002). Una propuesta decantada hacia el cine experimental como Tiro en la cabeza (Jaime Rosales, 2008) se presentó como contribución al diálogo, por la vía de un relato observacional y distanciado. Carente de toda palabra, esta película de Rosales se agotaba en sí misma. Por el contrario, Maixabel puede contribuir a ese diálogo y, sobre todo, a la toma de conciencia, tanto de los terroristas para que asuman personalmente sus conductas sin ampararse en una organización mesiánica como para las propias víctimas, cuyo dolor y cuya existencia amputada sólo se mitiga desde la comprensión del “otro”, por más que nos resulten repugnantes sus crímenes.

Al final hablamos, obviamente, de arrepentimiento, perdón y reconciliación. No son palabras vanas ni etiquetas, menos aún mecanismos de manipulación en el discurso político, sino procesos dolorosísimos que exigen muchas lágrimas, entereza moral y no poca dosis de heroísmo, como vemos en las figuras de Ibón y Maixabel. Cada uno tiene que recorrer un camino muy difícil, con trayectorias simétricas, con el punto común de creer en el futuro, sea cual sea el pasado del que se viene.

Icíar Bollaín profundiza en el ánimo y sentimiento de los personajes para explicarse cómo ha sido posible el encuentro entre la víctima y su victimario, cuál ha sido el proceso personal que han vivido para llegar hasta una mesa donde, sentados frente a frente, derramar las lágrimas que resumen muchos años de dolor causado y de dolor soportado. No hay lugar para opiniones simplonas sobre esos encuentros que han sido muy reales; queda clara para el espectador la fragilidad humana del terrorista iniciado en la banda apenas adolescente y deslumbrado por predicadores de paraísos.

El guion de Icíar Bollaín e Isa Campo funciona a la perfección, con la agilidad y capacidad de síntesis del mejor cine. No hay reiteraciones ni arritmias que lastren el relato, tampoco los didactismos habituales en las películas “basadas en hechos reales”. Este soporte esencial permite que la excelente interpretación del reparto encabezado por Blanca Portillo y Luis Tosar —con actores poco conocidos que aportan realismo al mundo representado— y la delicada puesta en escena, con rostros que en todo momento destilan verdad, otorguen a la película una autenticidad y una emoción como pocas veces se alcanzan. Por ello, el espectador sale “tocado” de la proyección, aunque íntegra su capacidad de pensar el presente y el pasado de la violencia en el País Vasco. Quiero decir que la enorme carga emocional de Maixabel no resulta un anestésico que lleve a adhesiones y rechazos maniqueos.

La fidelidad a los hechos y el respeto a las personas exige austeridad en la puesta en escena y la renuncia a todo énfasis. Por ello, la cámara siempre se encuentra a la distancia precisa —a veces muy cerca, para mostrar una mirada, otras más lejos para evitar todo voyerismo— y la bella música de Alberto Iglesias, también de orquestación austera, engarza con los sonidos naturales o con la evocación sonora de los atentados que surge en la mente de Ibón. Este undécimo largometraje de Icíar Bollaín demuestra la maestría a que ha llegado la cineasta en una trayectoria de aprendizaje continuo, siempre ascendente.

José Luis Sánchez Noriega

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