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Otra ronda (Druk, 2020)

Recuerdo que hubo una época en mi vida en la que no salía de juerga porque ello significaba necesariamente beber a muerte y ver a todos mis amigos borrachos, encantados de haber abandonado el mundo real para embarcarse en una dimensión paralela donde, a mi entender, las cosas no les iban mucho mejor. No lo entendía y me resistía a formar parte de esa fórmula. Teníamos veintipocos años y nuestras circunstancias eran diferentes a las de los personajes de Otra ronda.

Sin embargo, en ambos casos, el alcohol era el pasaporte a una dimensión mucho más divertida, desinhibida y enajenada que, una vez abandonada, les devolvía a la cruda realidad y a la mente de ese verdadero yo que había dejado de caerles bien hace ya algún tiempo. En esta película, Thomas Vinterberg vuelve a dar en el clavo al representar una situación de lo más humana y común a la mayor parte de las civilizaciones. Para ello, se sirve de cuatro personajes que, con la excusa de la experimentación académica, hurden un plan para ausentarse temporalmente de sus tristes existencias: mantener un cierto grado de alcohol en sangre durante determinadas horas del día y comprobar los efectos en su experiencia de vida.

Hubiera sido muy fácil achacar la insatisfacción de estos cuarentones a cualquier agente externo que les exonerara de esta responsabilidad, ya fueran sus mujeres, sus hijos o simplemente la sociedad, pero el director danés aspira a desnudar a cada uno de estos cuatro profesores de toda excusa que no sea su propia incapacidad para ser felices. Esto no hubiera sucedido de la misma manera en manos de otros cineastas y ahí radica la grandeza de un director que rara vez suele errar en su objetivo, como atestiguan trabajos tan excepcionales como La caza o la «dogmática» Celebración.

Pero el éxito de la propuesta no solo radica en la agudeza de su punto de vista, sino en el empleo de sus recursos visuales, que logran imprimir una expresividad y una sensibilidad muy particulares a sus planos, y en una sensacional dirección de actores. En este último apartado es menester volver a elogiar a un actor, Mads Mikkelsen, cuya mirada contiene las mejores lineas de diálogo de la película y cuyo carisma no conoce límites. Gracias a su buen hacer, somos testigos de una melancolía que traspasa la pantalla e invita a comprender, que no a justificar, las razones por las que ha tocado fondo.

Otra ronda podría haber concluido como cualquier historia de redención -Mads Mikkelsen rectifica y vuelve a ser feliz con su familia-, pero Vinterberg desestima la opción de dejarnos con una sonrisa en la boca y de que nuestros problemas vitales sean tan fáciles de resolver como una ecuación matemática. ¿Qué significa ese baile final? ¿Qué se esconde tras la fachada de ese personaje que tiene a mano la solución de todas sus preocupaciones y no parece dispuesto a usarla? Ese desenlace, que me recuerda al de Beau Travail (Claire Denis, 1999), esconde tantas interpretaciones como personas han pensado en las imágenes de Otra ronda y, entre otras cosas, eso representa el mayor éxito de Thomas Vinterberg, uno de esos cineastas que nos hace sufrir, gozar y, finalmente, pensar con cada una de sus películas.

Carlos Fernández Castro

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