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Parásitos (2019)

Nota: 9 Dirección: Bong Joon-ho Guion: Bong Joon-ho, Kim Dae-hwuan, Jin Won-han Reparto: Song Kang-ho, Lee Seon-gyun, Jang Hye-jin, Cho Yeo-jeong Fotografía: Kyung-Pyo Hong Duración: 132′

Se define parásito como «organismo vegetal o animal que vive a costa de otro organismo de distinta especie, alimentándose de las sustancias que este elabora y perjudicándole, aunque sin llegar a producirle la muerte». El título de la última película de Bong Joon-ho lo dice (casi) todo sobre su argumento. Sólo tenemos que sustituir los dos organismos por las familias que protagonizan la ganadora de la última Palma de Oro de Cannes, situarlas en el contexto de una relación de señores/sirvientes e ir un poco más allá de lo que expone su definición.

Parásitos es una cuestión de clases sociales. Lo observamos desde su primera secuencia, en la que la cámara necesita descender para encuadrar a la familia de Ki-taek en el marco de una vivienda por debajo del nivel del suelo, sin wifi y aquejada por todo tipo de plagas. Conviven, pues, los insectos sensibles a los pesticidas más potentes con aquellos que solo pueden ser aniquilados por los parásitos de su misma especie.

Parásitos que pertenecen al último escalón de la sociedad y desprenden un olor especial. Tal y como explica uno de los personajes, huelen a metro, ese medio de transporte que algunos conocen de oídas; huelen a un tipo de sudor especialmente penetrante; huelen a la humedad de un sótano poco ventilado, espacio en el que vive la familia protagonista. Efectivamente, Bong Joon-ho retrata la pobreza de un modo cruel y sin hacer prisioneros. Como la vida misma. Incluso a través de un sentido del humor negro y macabro que hiela la sangre y amortigua la aspereza de la narración.

Parásitos propone una experiencia de thriller, a cambio de un baño de cruda realidad y de una incomodidad difícil de encajar en las sensibilidades más puritanas. Por esa misma razón, Bong Joon-ho facilita la ingestión de su caramelo envenenado mediante el dinamismo de su estilo visual y de su gestión espacial, tan importante a la hora de desarrollar la acción como a la hora de separar a los ricos (siempre arriba) de los pobres (siempre abajo). Sin embargo, no deja de ocultar esa profesionalización de la pobreza que provoca el sistema actual, ni omite ideas de dominio público como la bondad involuntaria de aquellos que lo tienen todo y no necesitan luchar para prosperar.

En definitiva, estamos ante un tratado de la naturaleza humana en el que un magistral giro de guion evita cualquier posibilidad de maniqueísmo e impide conclusiones simplistas. Antes de achacar a unos la indiferencia y a otros la mezquindad, conviene reflexionar sobre el poder transformador de las circunstancias.

Carlos Fernández Castro

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