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Libros de cine: Conchita Montes, una mujer ante el espejo.

Conchita Montes nunca fue una pelmaza

Hay que reconocer que el cine español siempre estuvo necesitado de un star system de mayor entidad, pues el estrellato ha sido, desde la fundación de Hollywood, el mecanismo principal de esa industria del espectáculo. Más que actrices y actores fascinantes, con el aura divina que se otorgaba a los intérpretes en otros países y con su capacidad para justificar por sí mismos el interés de una película, nuestro cine ha contado con figuras populares que marcaron una época y un tipo de cine como, por ejemplo, sucede con la comedia popular de los sesenta con Paco Martínez Soria, Lina Morgan o Alfredo Landa. O, simplemente, que tenían más gancho en la taquilla, como Ana Belén e Imanol Arias en los años siguientes.

Sin duda, lo más parecido en nuestro país a lo que se entiende en el cine internacional por «estrella» ha sido Sara Montiel, que no por casualidad hizo una breve incursión en Hollywood. Y aunque fuera mucho más versátil, tenía su sesgo de «folclórica» que ha sido el rasgo dominante en las primeras figuras de la pantalla del cine durante la República y el franquismo: Imperio Argentina, Estrellita Castro, Paquita Rico, Marujita Díaz… hasta Lola Flores o Carmen Sevilla. Es obvio que en muchos casos no se reunían las condiciones para ser actriz, cantar y bailar, pero las deficiencias se suplían con la simpatía o el carisma; y grandes actrices tuvieron que vestirse de faralaes y hablar con acento del sur en alguna ocasión, como le ha sucedido a la pucelana Concha Velasco.

Fuera de ese marco quedaban las actrices con un reconocimiento previo en el teatro —las tablas garantizaban la profesionalidad de las intérpretes— que, si bien no movían masas, su presencia otorgaba empaque a los filmes. Es el caso de Amparo Rivelles, Aurora Bautista, Ana Mariscal, Mercedes Vecino, Pastora Peña o Mary Carrillo, por citar nombres de décadas pasadas; aunque, en algunos casos, su carrera teatral haya sido notablemente más relevante, como Julia e Irene Gutiérrez Caba o Nuria Espert, con una filmografía muy escueta.

De esa misma época es la figura de Conchita Montes (1914-1994), que constituye un caso singular de intérprete con relativo oficio pero sólido carisma: «No fue una buena actriz, pero fue una excelente primera actriz» escribe Eduardo Haro Tecglen. Una presencia en el escenario o en la pantalla que eclipsaba al resto del reparto. Pero su propia vida y profesión estuvo, en buena medida, eclipsada a su vez por la figura del aristócrata, diplomático, dramaturgo y cineasta Edgar Neville, un tipo asimismo singular y no poco contradictorio: de republicano del partido de Azaña pasó a falangista apólogo del golpe franquista con su obra de «cine de cruzada» “Frente de Madrid” (1939), en la que debuta Montes. A partir de ahí encabezará los repartos del mejor cine de Neville —a su vez, entre el cine más rescatable de la larga posguerra— con “Correo de Indias” (1942), “Café de París” (1943), “La vida en un hilo” (1945), “Domingo de carnaval” (1945), “Nada”. (1947), “El Marqués de Salamanca” (1948), “El último caballo” (1950), “El baile” (1959) o “Mi calle” (1960).  

Tomamos prestado el título que encabeza estas líneas del prólogo que Marina Díaz López dedica a “Conchita Montes, una mujer ante el espejo”, de Santiago Aguilar y Felipe Cabrerizo, especialistas en cultura popular y cine español con varios trabajos sobre Neville, Mihura, Tono, Jardiel Poncela y el espléndido estudio “La Codorniz, de la revista a la pantalla (y viceversa)” (Ediciones Cátedra, 2019). Aguilar y Cabrerizo trazan un retrato inteligente y ajustado de Conchita Montes, carente de las hipérboles entusiastas que los biógrafos suelen desgranar en sus textos, fascinados por la figura protagonista. Ello no significa ignorar el carácter excepcional de esta mujer de clase acomodada, viajada, estudiante universitaria en los años 30, que domina varios idiomas, traduce y adapta obras de teatro, amiga de Ortega y Gasset, Gregorio Marañón o Juan Belmonte, única mujer en la tertulia de José María Cossío… y creadora del “damero maldito”, peculiar crucigrama publicado durante años en La Codorniz donde se ocultan citas literarias o nombres de obras y autores. En esta revista convergen varios miembros de la “otra generación del 27” formada por dramaturgos y humoristas (Miguel Mihura, Jardiel Poncela, Tono, López Rubio, Antonio Lara “Tono”, Álvaro de la Iglesia, Enrique Herreros), en la que se sitúa el propio Edgar Neville y donde Conchita Montes es la única mujer.

Esta figura de la pantalla y de las tablas destaca por una personalidad tan apreciable a primera vista que fue considerada la «Katherine Hepburn a la española». Daba el mejor tipo en roles de mujer elegante, inteligente, con clase, un punto sofisticada e irónica, dueña de las situaciones, divertida; quizá sea “El baile” la pieza de teatro y película que mejor representa el tipo de comedia burguesa donde brilla Montes a lo largo de los 40 y 50, con obras de humor fino, diálogos chispeantes, con su dosis sentimental, pero también de farsa y notas de subversión de valores burgueses en un contexto franquista de pobreza cultural.

Aguilar y Cabrerizo subrayan la condición “inclasificable” de esta mujer que bien puede abandonar el pijama de seda de “La vida en un hilo” para encarnar a Nieves, una chulilla del Rastro, en “Domingo de carnaval”. Aunque reiteró personajes muy similares, nunca se dejó atrapar en un estereotipo. Como muy bien escriben estos autores «En el cine de estos años abundan los personajes femeninos protagonistas, pero, finalmente, estas mujeres solo tienen tres opciones: casarse con el hombre al que aman, y entonces es una comedia; sufrir por el hombre al que aman, y entonces es un melodrama; ser personajes históricos y entonces tampoco son protagonistas de su propia historia, sino de la Historia con mayúsculas. Edgar no sigue ninguna de estas tres pautas. Utiliza el enfrentamiento de tú a tú entre Nieves y el comisario encomendado a Fernando Fernán-Gómez para potenciar la tensión sexual con el máximo aprovechamiento cómico» (p. 93).

José Luis Sánchez Noriega

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