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Libros de cine: Rodaje. La realidad como exceso de fotogramas

Resulta fácil adivinar que esta quinta novela de Manuel Gutiérrez Aragón conocerá un público más amplio y sintonizará con lectores que buscan una literatura de entretenimiento digno. Ello es así porque se trata de un texto divertido, transido de una ironía elegante, que se nutre de la aventura de la mejor narrativa tradicional con una entrañable figura, heredera del pícaro hispano, como protagonista; y porque se nota que el cineasta y escritor cántabro se lo ha pasado muy bien escribiéndola. Y ya se sabe que el receptor disfruta cuando en la obra de arte se percibe la mano y la mente risueñas y gratificadas del artista.

Porque, en efecto, del mismo modo que vibramos con un pianista de jazz que muestra en su rostro el placer de interpretar o reconocemos el genio del maestro incuestionable en la pincelada hecha sin esfuerzo, sucede que en la buena literatura el texto parece redactado con tanta facilidad como precisión, con una aparente ligereza que sostiene indagaciones sólidas en la condición humana. Esto percibimos en Rodaje, que hay que leer despacio para congraciarse tanto de sus palabras como de sus silencios, y que se disfruta en sus brevísimos párrafos y sus páginas ricas en diálogos coloquiales. El escritor huye de las descripciones exhaustivas y de la narración profusa, mucho más de mecanismos de intriga propios del “best seller”: por el contrario, opta por dirigirse a un lector adulto e inteligente dispuesto a combinar voces y tiempos, a reírse con episodios concretos, con las flagelaciones del protagonista («Soy un cerdo, pero un cerdo enamorado») o con el catálogo de nombres que evocan personas concretas o adquieren resonancias simbólicas y mitológicas: el redundante Pelayo Pelayo del protagonista, el galán Juan Luis Mañara, el productor Midas Merlín (eso es, doble mago de las finanzas), el abogado “pecero” Gran Manitú, el buscavidas Mutante, etc.

Ese mismo lector sonreirá cuando el texto le depare citas literarias —toda la novela es rica en referencias intertextuales— insertadas con gracia desmitificadora, como la célebre frase que en “La Divina Comedia” Dante Aligheri situaba en la puerta de entrada al Infierno y que MGA aplica a una sala de cine de esta guisa: «Respecto al confort, quien allí entrara debía dejar toda esperanza, aparte del paraguas» (p. 120). O más serias como el repetido dictamen de Dámaso Alonso de la «ciudad de más de un millón de cadáveres» (pp. 7 y 205). También destilan humor algunas antítesis y contraposiciones muy logradas, con lugares físicos muy próximos con espacios humanos y sociales en claro contraste, como la coexistencia en menos de cien metros de distancia entre el paraíso del cine Carretas, amparo de sexo prohibido, y el infierno del caserón de la Puerta del Sol, con antifranquistas torturados; o el burdel Club Nayké, donde se refugia el protagonista para redactar un guion, vecino del convento de Comendadoras.

MGA ha disfrutado con “el placer del texto” como también se aprecia en la inserción de dos historias sugerentes y con fuerza: la de Carmen del ambigú del Carretas y la del Hombre de las Abejas, preso en los sótanos de la Dirección General de Seguridad que le cuenta a Pelayo cómo le sacaron del campo de Mauthausen para ir a rodar una película de propaganda por mandato de Goebbels. Y hasta se pone juguetón al insertar un capítulo (21) que rompe el estatuto de la enunciación —hasta entonces, y en el resto del relato, omnisciente— con la narración en primera persona del personaje de Laura.

La novela tiene mucho de picaresca con el deambular por la ciudad de Madrid de un joven con más voluntad que inteligencia o madurez de triunfar como guionista. Lleva bajo el brazo un guion titulado “La estrategia del amor” y busca el apoyo de un galán y, sobre todo, de un productor. Al mismo tiempo, reparte propaganda clandestina en el metro y participa en movilizaciones para evitar la condena a muerte de Julián Grimau; y la relación con su novia Laura se empobrece mientras se ve atraído por una periodista. Su itinerario incierto tiene mucho de aprendizaje, transición a la edad adulta, iniciación en la profesión y de comprensión de la sociedad española de los primeros sesenta.

Toda la novela es permeable al mundo del cine en sus dimensiones más diversas. Se hace referencia a nombres propios de directores (Juan Antonio Bardem, Luis G. Berlanga), actores y películas de ese momento preciso, tanto en rodaje (“El verdugo” con Pepe Isbert, Nino Manfredi, Emma Penella, etc.; “Del rosa al amarillo”, “55 días en Pekín”), como las que se proyectan en salas (“Las lluvias de Ranchipur” con Lana Turner y Richard Burton, “El hombre de la isla” con Paco Rabal y Marga López). Pero también hay películas por rodar y otras inventadas.

Los más diversos espacios de una ciudad descrita con profusión remiten al cine, desde un piso de Gran Vía donde tiene su sede la productora, la cafetería Manila que acoge reuniones de trabajo de cineastas, el gimnasio donde se mantiene en forma el galán que responde al machadiano Mañara, a los estudios CEA y la sala Carretas, refugio del asustado Pelayo y lugar de ensoñación con los deseos de la pantalla y del patio de butacas, aunque «En realidad, a este cine nadie viene a ver la película. ¡Todos se traen sus propias fantasías!» (p. 135). Así lo dictamina el acomodador Virginio, quien opta por vivir en el cine porque prefiere la luz tenue de la sala a la luz de la calle, los paisajes bien elegidos, los decorados al desorden de las cosas, la belleza de las estrellas a la de su esposa y el tiempo comprimido de la ficción a los tiempos muertos de la realidad.

El tono irónico y hasta esperpéntico es compatible con la visión crítica de una ciudad gris —y con la represión de los “grises”—, con la vigilancia policial en cualquier esquina y la tortura, la cárcel y hasta el fusilamiento de quienes no comulguen con la dictadura. El novelista torrelaveguense se “proyecta” en el personaje de Pelayo, nacido en Torre. Pero no hay que buscar autobiografía, sino sintonía con una época y una supervivencia que pasaba por la protesta antifranquista. MGA, que no creo que fuera un militante entusiasta, plasma la falta de convicción y de esperanzas cuando le hace reflexionar a Pelayo sobre el sentido de la lucha y sobre la autenticidad de la solidaridad con los trabajadores (p. 111).

Novela de varias capas y tonos de lectura, Rodaje combina el placer de la aventura, el retrato agridulce de una época y la indagación en el mundo del cine que tiene bastante de huida de las miserias de esa sociedad gris en aras de los sueños y las fantasías a que el cine siempre invita.

José Luis Sánchez Noriega

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