Blog de Cine

Libros de cine: Leni Riefenstahl (la censura anacrónica)

Ciertamente Lo que el viento se llevó (1939) es una película cuya forma de tratar a las personas afrodescendientes hoy chirría bastante y hiere nuestra sensibilidad. No en vano han pasado ochenta años en que, afortunadamente, la sociedad ha evolucionado y el racismo encubierto o manifiesto ha quedado relegado a minorías. Más racista —y, desde luego, mejor película— es El nacimiento de una nación (1915) con su apología de las actividades del Ku Klux Klan y la burla directa de (falsos y caricaturizados) norteamericanos negros.

Pretender censurar o anatematizar esas películas es anacrónico, además de ridículo; quizá no sean recomendables para menores o mentes incapaces de situarlas en su contexto y distinguir sus valores estéticos de la ideología segregacionista que les subyace. Volveríamos a los tiempos del Índice de libros prohibidos. Cualquier ciudadano/a con un mínimo de madurez y educación en valores democráticos puede ver películas racistas, sexistas, nazis, yihadistas, ultranacionalistas o hiperviolentas sin que su mente quede contaminada; aunque hará bien en protegerse de discursos antidemocráticos y renunciar a obras de escasa calidad que se venden como provocación o alternativa antisistema.

El caso de Lo que el viento se llevó —finalmente rescatada por HBO aunque con la cautela de la introducción de un experto en estudios afroamericanos— ha llevado a recordar la figura de Leni Riefenstahl, con su amistad y protección de Hitler y su cine de apología nazi. Se suele decir que sus películas El triunfo de la voluntad (1934) y Olimpiada (1938) son obras maestras del cine, a pesar de su estética fascista y de su uso propagandístico por el III Reich. Pero hay que profundizar en esta contradicción y no basta el simplismo de enunciados como el de Sharon Stone, para quien Riefenstahl «Es una mujer extraordinariamente inteligente, pero que tomó un montón de decisiones equivocadas en una época histórica terrible», según recoge Manuel García Roig en el excelente libro Leni Riefenstahl (Cátedra, 2017, 109).

En este estudio, se deja muy clara la participación de la actriz y directora germana en el aparato cultural del nazismo, una ideología nacionalista y racista que impregnó el conjunto de la sociedad alemana —y no solo a los dirigentes del partido nazi— en los años de la República de Weimar. Se trata de un trabajo generoso en documentos gráficos, bien informado, que rescata textos de las “Memorias” originales de Riefenstahl, publicadas en castellano en una versión recortada. Con buen criterio, García Roig sitúa como antecedente de la ideología nazi el “völkisch” o visión romántica y popular que se desprende de las “películas de montaña” que, entre 1925 y 1933, rueda la actriz bajo la dirección de Arnold Fank y La luz azul (1932), que dirige e interpreta ella misma. Pero donde Leni Riefenstahl se compromete muy directamente con esa ideología es al aceptar los encargos del Partido Nacionalsocialista de rodar sendos documentales sobre los encuentros en Núremberg del partido, lo que hace en Victoria de la fe (1933) y la citada El triunfo de la voluntad al año siguiente.

Son dos películas de estética nazi que propugnan el caudillismo, el culto a la personalidad, la jerarquización y militarismo en todos los órdenes sociales, la política como adhesión emocional al jefe, una visión del pueblo de sometimiento a los líderes y de configuración como fuerza unida que excluye no ya la disidencia, sino cualquier pluralidad. El inicio de El triunfo de la voluntad, con el avión de Hitler surcando las nubes y descendiendo hasta ser recibido con entrega entusiasta por las masas uniformadas y en formación militar constituye una inequívoca deificación del dictador, elevado a la categoría de Mesías que proviene del cielo para salvar al mundo.

Mayor cualidad estética se ha atribuido a Olimpiada, probablemente uno de los grandes filmes de no ficción de toda la Historia del Cine, que recibió premios y conoció una notable difusión en su estreno. Es innegable cómo recoge y potencia el carácter de propaganda del régimen que tienen las Olimpiadas de 1936; pero se valoran las innovaciones en la forma de filmar, con inéditas posiciones de cámara y uso de todo tipo de artilugios para seguir a los deportistas. La directora, que había comenzado como bailarina, ha explicado que buscaba la belleza en la armonía y ritmo de los cuerpos de los atletas; y, en el libro publicado por Cátedra, García Roig (241) señala la vinculación de Olimpiada con la estética de la Nueva Objetividad y con «las vanguardias figurativas que, apoyándose en conceptos como el dinamismo, el movimiento y la velocidad, encontraron sus mejores manifestaciones en determinadas obras del Futurismo o, más específicamente, en las del dinamismo cinético del Cubofuturismo».

 ¿En qué quedamos? ¿hemos de admirar Olimpiada y el cine de Leni Riefenstahl por su valor artístico o nos ha de repugnar por la ideología nazi de que es portador? ¿Es posible separar uno de otra?

Este debate no es nuevo. La unidad, la verdad y la belleza eran para los filósofos medievales tres de las cualidades trascendentales que se atribuían al ente. Y, lo que es más importante, esas cualidades se daban unidas, no podía haber contradicción entre ellas:  «Unum, verum et bonum convertuntur». No hay belleza sin verdad ni verdad sin belleza; si algo repugna por su manipulación, racismo o caudillismo ya no puede ser bello, aunque su forma nos seduzca, contenga innovaciones o fascine nuestra sensibilidad; y si algo repele a nuestros sentidos, nos estomaga —como el cine “gore” y tantos planos del terror actual— es porque no hay “verdad” moral en ello. De otra forma, es lo que se ha condensado en el lema «Nulla ethica sine aesthetica» (y viceversa).

Frente a las contradicciones de admirar obras literarias, plásticas o audiovisuales transidas de contravalores; en tiempos de provocación y cuestionamiento de todo, en que el arte ya no se define por la belleza, sino por lo que los expertos llaman arte o por lo que albergan los museos; ante tanta “ceremonia de la confusión”, máscaras y mascaradas (¡ay, qué dolor, también mascarillas!)… el caso de Leni Riefenstahl se puede situar como paradigma para un debate que no hay que cerrar, sino dejar bien abierto, pues los valores morales, cívicos y políticos no pueden estar al margen de la obra de arte ni de cualquier forma de creación. Lo que llamamos Estética, o sea, la Filosofía del Arte, no se refiere a la pura forma, sino que incluye también los discursos, ideas y valores. Analizar, distinguir y rechazar lo reprobable es tarea de ciudadanos libres; ocultar o censurar es propio de súbditos inseguros ante la Historia.

José Luis Sánchez Noriega

Escribe un comentario