Estoy pensando en dejarlo (2020): crítica, interpretación, reflexión
Tradicionalmente el cine ha sido una herramienta ideal para llevar al espectador a los lugares y experiencias más asombrosos y fuera de su alcance: destinos lejanos, exóticos e inaccesibles, situaciones atípicas y extraordinarias. Sin embargo, esta facultad no ha sido demasiado empleada a la hora de explorar ese mundo que se esconde en el interior de nuestras cabezas, donde habitan la ansiedad, las frustraciones, los miedos, pero también donde podemos ficcionar la realidad a nuestro antojo ¿Acaso existe un lugar más inaccesible, más misterioso, más apropiado para provocar la imaginación de los artistas más atrevidos? Una pena que ni siquiera de puertas adentro seamos capaces de controlar nuestro estado de ánimo.
Contiene spoilers
De todo esto sabe mucho Charlie Kaufman, un guionista y director especializado en explorar los mecanismos de la mente humana: los que controlamos, los que creemos controlar y los que están fuera de nuestro alcance. Como todo lo que sucede en nuestros pensamientos, Estoy pensando en dejarlo está compuesto de situaciones aparentemente normales donde las normas de la realidad no son de cumplimiento obligatorio. Se trata de una película de interiores en la que cada espacio cerrado incide sobre el verdadero lugar donde se está desarrollando la acción y réplica un compartimento de la mente del protagonista: en ocasiones de cariz íntimo (el coche), en ocasiones contenedor de estímulos externos que el personaje incorpora a los suyos propios (la casa de los padres, la heladería, el colegio).
El resultado es un relato que combina elementos reales y elementos imaginados, siempre dentro del terreno de una ficción construida por el personaje interpretado por Jesse Plemons. Algunas de estas situaciones podrían pasar por reales si no fuera por pequeños detalles de guión que delatan el artefacto narrativo (una papelera repleta de botes de helado, unos cuadros en la habitación de Jake que antes habían sido expuestos como propios en el móvil de su novia, unos poemas que cambian de autoría según el momento). Es el caso del primer trayecto en coche, en el que aparte del contenido de las conversaciones, muy reveladoras de cara a la correcta interpretación del metraje posterior, asistimos a dos roturas de la cuarta pared. En otros pasajes, como el de la estancia en casa de los padres de Jake, las líneas temporales se solapan sin orden ni concierto, dejando definitivamente al descubierto el plano irreal en el que transcurre la narración.
Sin llegar a la estética surrealista de guiones anteriores (Olvídate de mi, Synechdoque New York), Charlie Kaufman construye una atmósfera sofocante y una sensación de desconcierto controlado en las que siempre cabe la identificación del espectador. Retazos de momentos vividos, situaciones creíbles que si nunca ocurrieron podrían haber sucedido en el plano de lo real. Los recuerdos de personas y lugares conocidos interactúan con nuevas construcciones mentales tratando de alcanzar resultados alternativos que sofoquen la frustración de toda una vida: la vida de ese conserje (el propio Jake) que pudo ser y no fue, que se bloqueó cuando el mundo estaba a sus pies, que nunca se atrevió. Todo esto tan difícil de exponer en palabras es expresado a través de unas imágenes que acreditan el talento visual y la imaginación de Kaufman.
En este sentido, destaca especialmente la secuencia musical en la que los protagonistas se desdoblan en dos personajes que, ataviados con la misma ropa, realizan un baile que escenifica la evolución argumental del film: el idílico -falso, por otro lado- romance acaba siendo boicoteado por el propio Jake, que mata a su alter ego en la ficción para acabar con la ensoñación. Una vez más (esto ha ocurrido más veces, tal y como delatan los vasos de helado en la papelera del instituto), la realidad impide la evasión mental de un conserje decepcionado con la vida y consigo mismo, al borde del pensamiento suicida (estoy pensando en dejarlo) e incapaz de reescribir su fallida trayectoria.
Es interesante esa manera de viajar al pasado que propone Kaufman: desde fuera, filma a la pareja dentro del coche, envuelto por una nieve incesante, de manera muy similar a cómo Orson Welles propone su estructura de flashbacks en Ciudadano Kane a partir del momento en que un souvenir cae rodando por el suelo al morir el protagonista. En el caso de la mítica película de 1940 también supone el inicio de una realidad alternativa o, al menos, incierta, que indica la tendencia de nuestras mentes a reconstruir el pasado a nuestra manera.
Podríamos decir que toda la película se basa en una de las frases que Jake enuncia en el pasaje inicial: «Un pensamiento puede estar más cerca de la verdad, de lo real, que una acción. Puedes decir o hacer cualquier cosa, pero no puedes fingir un pensamiento«. Es evidente que estamos ante una ficción, pero eso no impide que estemos asistiendo a la verdad de Jake. Su verdad, como la nuestra, no tiene por qué ajustarse a lo que verdaderamente ocurrió, ocurre y ocurrirá. A pesar de sus escasas semejanzas, ésto entronca fácilmente con el universo de películas como Carretera pérdida («me gusta recordar las cosas a mi manera, no necesariamente como sucedieron») y Mulholland Drive, que también construyen realidades alternativas a partir de materiales de carne y hueso.
La película de Kaufman puede hacernos pensar que todos tenemos un director en nuestro interior. Sin embargo, eso no nos concede el poder absoluto de nuestra propia narración. Jake no está loco, sino simplemente frustrado, cansado de sus propios errores, incapaz de aceptar el devenir de los acontecimientos. En la vida real no hay vuelta atrás y eso es lo que con tanta crudeza retrata Charlie Kaufman en esta portentosa obra que concluye con un coche devorado por la nieve.
Carlos Fernández Castro