Zombi Child (2019)
En los últimos años, hemos asistido a un desfile constante de películas de zombis a lo largo y ancho del espectro cinematográfico. Cineastas de todo tipo se han atrevido a resucitar los muertos vivientes que Jacques Tourneur (Yo anduve con un zombi, 1943), George A. Romero (La noche de los muertos vivientes, 1968) Y Sam Raimi (Posesión infernal, 1981) alimentaron en diferentes décadas y hasta hace poco parecían demodés. Con resultados desiguales pero generalmente contando con la aceptación del gran público, los zombis han demostrado ser una herramienta infalible para sembrar el pánico y hacer las delicias de los amantes del género. Sin embargo, pocas películas (ninguna que yo conozca, pero seguro que haberlas hay las) se han preocupado por indagar en el origen de este fenómeno cultural.
En Zombi Child, Bertrand Bonello huye del cine de terror y se embarca en una narración arriesgada que apuesta por la metáfora colonial. Dividida en dos líneas narrativas, la película esconde sus cartas hasta bien avanzado el metraje, dedicando una de ellas a un grupo de compañeras de clase en un colegio elitista -donde solo estudian hijas de poseedores de la Legión de honor francesa- y la segunda a un agricultor de Haití que es enterrado medio vivo/medio muerto y posteriormente rescatado como esclavo zombi por los explotadores de una plantación. A pesar de que las narraciones transcurren en líneas temporales diferentes -la primera en el presente y la segunda varias décadas atrás-, Bonello las intercala sin solución de continuidad.
Resulta muy atractiva la manera en que maneja la relación entre unas chicas que luchan por estar a las altura de las altas exigencias escolares de la institución en la que estudian, al mismo tiempo que gestionan sus preocupaciones de adolescencia. El tratamiento resultaría muy familiar si no fuera por la manera de mostrar la angustia emocional de una de estas jóvenes y la atracción que ésta siente hacia la cultura de su nueva compañera de clase. Sin embargo, la narración adquiere la consistencia necesaria cuando focaliza su mirada en el deambular del zombi resucitado que desconoce la manera de regresar a su vida anterior.
Las imágenes de Bonello transcurren en la oscuridad de los cementerios, en las sombras de la maleza y en la noche de la ciudad. Más que en la acción, su efecto radica en el estado de ánimo provocado por esa narración parsimoniosa, que, progresivamente, revela sus vínculos con la relación incipiente entre las dos estudiantes de la narración correspondiente al presente. El director francés prepara un clímax a fuego lento, prescindiendo de sobresaltos, giros de guión o grandes revelaciones. Sin embargo, cuando llega el momento de la verdad, su magnífico empleo del montaje conduce a una secuencia magistral en la que convergen las diversas líneas argumentales.
El resultado no solo propicia el desenlace intenso que requería su desarrollo argumental, sino que completa un discurso tan solo insinuado hasta ese momento. No conviene desmerecer las reflexiones acerca de la presión a la que son sometidos los estudiantes en ciertos centros escolares o la necesidad de todo adolescente de ser escuchado y apoyado en los reveses propios de su edad. Sin embargo, dónde Bonello acierta de lleno es en su postura política respecto al colonialismo y en su llamada a la revolución. A través de sus imágenes, observamos la falta de respeto con que el hombre blanco trata las costumbres de civilizaciones que considera inferiores, así como la apropiación de ritos ajenos en beneficio de su propio interés. Afortunadamente, en el mundo del director el tiro sale por la culata e invita a pensar en una revolución como la de los niños en Cero en conducta. Porque soñar es gratis.
Carlos Fernández Castro